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África

El viajero, tumbado en la hamaca contempla el cielo estrellado. Un ligero vaivén, el de la mar algo picada, mueve las estrellas al ritmo del barco. Las desprende rozando unas a otras pero sin tocarse y desapareciendo entre un sin fin. Es agosto y el cielo es calido. Aquel cielo, que bordea Africa por su cuerno, compone caprichosas formas estelares cambiantes como nubes que él imagina cosas. Un borrego, que pasa y se disuelve brillante en todas direciones, el barco pirata, la bruja de su infancia, el niño que él era y el libro que leía. Está traspuesto, pues save que no es verdad que las estrellas tomen formas y sin embargo nitidamente ve al grupo de jinetes estelares que adelanta al barco. Cuatro, guiados por un quinto. Formados por estrellas rojizas y amarillentas que no dejan distinguir el punto de luz, ¡espeluznates!. Con ropas y con cascos pero sin caras los ve en otro lugar antiguo y tiene miedo. Tiene que despertar y lo hace levantando el cuerpo de la hamaca y dirigiendose a la borda. Ya cerca se ven las luces desordenadas de una ciudad. La velocidad del barco amaina. ¿Qué quedará para el amanecer?. El barco está llegando a África.

El puerto, silencioso, no se parece en nada a los occidentales. Se adentra en una ciudad de adobe marcada a fuego por la sangrienta guerra entre reyezuelos que la asoló. Por las calles se ven los cadaveres de la última refriega que no fueron recogidos. Yacen ahora, sin oler y despreciados por las moscas ahitas.

En una esquina cualquier descubre el cartel de una vieja conocida, Coca Cola, al lado otro cartel, Café, una idea que le hace recorrer los doscientos metros de cadaveres que se guiñan con unos habrientos como diciendoles: aquí, estariais mejor.

Con cuidado de no pisar nada entra. El café se sostiene de milagro y sin embargo hay clientes y un camarero. Cuatro europeos, entre ellos una mujer, que disfrutan de un té en la esquina que no tiene pared ni techo. Se cae en una silla y requiere con la mirada al camarero. Los europeos, claro está, reparan en él y le sonrien, pero él, ha visto muchos y no siente el menor interes de momento.

Por fin degusta un té. Las voces de los europeos le llegan nitidas y puede oir sin mayor interes la conversación. En algún lugar lejano ha comenzado un bombardeo.

-¿Africa muere?.
-Al contrario señora, Africa resucita.
-Según usted entonces, ¿la sangre fertiliza la tierrra?
-Hay que ser pragmático, el planeta se agota. ¿Exterminaremos Manhatan para que allí crezcan las camelias?. Lo blanco es lo blanco y lo negro es lo negro.
-Que tendra que ver, simplemante, Africa, ha quedado fuera en el proceso de producción al glovalizarse la economía.
-No sea determinista, existe el designio divino, el destino del hombre, Africa, debe volver a ser la tierra virgen del mundo. La humanidad hecha de menos los safaris en donde se mataba libremente.
-Apoyo su tesis, unos decenios sin negros en estas tierras y la naturaleza volvera a tener la exuberancia del siglo pasado.
-Pero los negros siempre estuvieron, querido.
-Y seguiran estando, querida. Fueron y seran parte del paisaje. Como un leopardo o una pantera y tan peligrosos como esos animales, tan peligrosos y prometedores de aventuras.
-No estarán si se agotan o volveran a las selvas si no se destruyen y queda alguno, pero no estaran por que no tendran valor como fuerza de trabajo.
-Ha la tecnología, siempre culpable.
-No sea simplon. Es un problema de precios.
Un nuevo hombre aparece en la puerta. Los europeos, al verle se levantan alborozados y se encaminan a la calle donde les espera un Rolls Roys negro y pulido, inpecable, que parece haber caido del cielo.
El camarero, mueve la cabeza en sentido negativo y no sin una mueca de recelo mira de reojo al viajero, quien, desde ese momento interesado por los auropeos también sale y se queda observando el rastro de polvo que deja el coche en su marcha hacia el horizonte.
Un toro autoctono huele un cadaver que es una mancha en el suelo y la sombra de un gran pájaro se mueve lentamente tapando el sol que desquebraja la tierra. Nadie más habita las calles. Los muertos han desaparecido y no guiñan a los hambrientos que ahora son un grafittin que decora una valla.
El viajero camina siguiendo las huellas del coche. Vuelve la cabeza y puede ver el barco que espera en el puerto. De una calle sale un niño que le tira de los faldones y le señala el horizonte. “Ya, ya”, le dice el viajero y se mete la mano en el bolsillo buscando unas monedas pero no tiene; hace un gesto aunque el niño no las quiere y desaparece.
A lo lejos ve un tumulto y acelera el paso. Llega en seguida pero sin aliento. Nota que no respira y el sudor le empapa el cuerpo.Se para. El macuto le pesa como un muerto y lo tira al suelo. El coche negro se encuentra vacio a unos metros, pocos. Más alla un sin fin de lonas señalan el campamento. Ha llegado. Abre el macuto y saca un bloc y cinco boligrafos de diferentes colores; una cámara de fotos y una calculadora.
Un hombre vestido de safarique le a visto, intenta llamar su atención sonriendole. Es de color y lleva en la mano una vara larga. Llega hasta él, le coge del brazo y le adentra en el campamento en donde por cientos de miles alvorotando se pelean por cualquier cosa. y sin embargo, reina un silencio espectral.
Su acompañante se esfuerza en relatarle las peculiaridades de cada grupo mientras abre camino pateando a los que se interponen y marcando con su vara todas las espaldas que va encontrando a su paso. Le abla de sus costumbres, sus religiones, sus vestidos, sus avalorios; de esta forma se adentran hasta el centro, donde una gran tienda mas negra que las demas y otra más blanca acaparan la atención de decenas de concentrados y el agetreo organizativo del gran campamento. Allí estan los europeos y el hombre del Rolls que le miran de reojo esta vez sin sonreir. También otros hombres de aspecto saludable, que contrasta con el aspecto de los concentrados. En una mesa desordenada, casi envuelto por mapas y papeles y acompañado de un joven soldado, un general no deja de leer documentos hasta que el soldado le avisa y el general repara en él. Se levanta y con voz grava advierte: “Ya estamos todos, podemos empezar”.
Se forma entonces una comitiva encabezada por el general, el soldado y el viajero que se adentran por un camino del campamento que delimita con alambradas a grandes grupos. Les siguen a continuación los europeos, el hombre del Rolls y el negro de la vara, atras, a una distancia prudencial.
El general va especificando los componentes de cada grupo y el viajero, hechando las cuentas, tomando las notas y sacando fotografias. El soldado asintiendo, los europeos y el hombre del Rolls en silencio y el de la vara a distancia.
-Del Norte: treinata y seis millones ciento setenta y cinco mil. Guerra, sequía y muerte.
-Del Noroeste: cincuenta millones trinta mil. Hambre y muerte.
-Del Oeste: sesenta y dos millones justos. Superpoblación, sequía, guerra, hambre y muerte.
-Del Suroeste: ventiseis millones cien mil. Usurpación del poder, represión, hambre y muerte.
-Del Sureste: cuarenta y siete millones seiscientos mil. Guerra, hambre, peste y muerte.
-Del Este: treinta y dos millones. Superpoblación, sequía, hambre y muerte.
-Del Noroeste: los que más, ciento veinte millones. Lo mismo, superpoblación, sequía, hambre y muerte.
-De las islas: setenta y cinco millones seiscientos mil. Eso es todo. El total saqueló usted que tiene los medios.
-Cuatrocientos cuarenta y siete millones quinientos mil. Faltan más de cien millones.
El general se encoje de hombres. “No hay más. O tal vez hemos contado mal. Los que queden en otra ocasión”.
-Esta bién, pero habra problemas. Cuando pase la factura no olvide descontarlos. Debieron ademas, dividirlos por etnias, razas, subrazas, pues algunos debería conservarse
-Es más complejo y más lento. Terminemos.
El cielo se pone negro sobre la tierra. Vientos huracanados y relanpagos azotan el aire mientras la comitiva regresa a las tiendas grandes, blanca y negra en la que entran los cuatro europeos y el hombre del Rolls. Por el resquicio que deja la lona empujada por el viento el viajero los ve desnudarse y quedarse en nada. Sobre una mesa larga los cascos, las espadas y la guadaña. En un perchero un frac y una chistera.

El viajero, tumbado en la hamaca, contempla en el cielo que bordea Africa en su cuerno el atenuarse del brillo estelar con los primeros resplandores del amanecer. Suena a su espalda la sirena y el viajero se levanta y camina asta la borda. Enfrente, ya tomado color se insinua la selva, inmaculada y virgen. Estamos llegando a Africa.

Joaquín Ortiz

El asalto a la choza de invierno

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